jueves, septiembre 29, 2011

Tequila.

Últimamente no tenía tiempo para nada.
Se levantaba a las seis y media, para a las ocho menos cuarto encenderse un cigarro mientras aquel insolente conductor de autobuses le obligaba a pisarlo tres caladas más tarde.
Entraba a clase, se bebía un café mientras subía corriendo aquellas escaleras.
Las siguientes seis horas se resumían en aprendizaje ameno, risas adornadas con luces rojas y personas. Personas buenas, prepotentes o que la hacían ver su vida en forma de película, tanto que odiaba la idea de que pasasen esos 500 días de verano, tanto que empezaba a desquebrajarse cada vez que escuchaba la palabra ¨otoño¨.
Ella no quería levantarse una mañana y simplemente saberlo, ella quería estar segura ahora, ya.
Pero no tenía tiempo.
Llegaba de clase y tras una fugaz comida acompañada de un feliz presente se escabullía para intentar dormir la siesta, pero era en vano.
Cerraba los ojos y tocaban el timbre. Ahí estaba él, tan puntual como siempre. Tan encantador que dolía.
Entonces él la colmaba de besos y seguridad, ponía en orden su agenda y organizaban el trabajo. Les tocaba una tarde movida, sin descanso, como todas las tardes de este septiembre.
Llegaban las doce y se despedían en un tierno abrazo.
Un llámame cuando llegues y, por fin, silencio.
Últimamente no podía permitirse dejar a la misantropía adueñarse de ella ni cinco minutos.
Tampoco podía perderse en sus tan amados versos, ni dejar fluir sus pensamientos hipócritas sobre un papel.
Era ahí cuando sentía miedo, miedo de verdad, no quería perderse ella misma,no quería perder su esencia.
Un arte no tapa a otro y captar imágenes sin pasarlas a palabras era para ella como beber tequila sin sal, como si se hubiesen llevado junto con su matrícula todo el ácido de su ironía, como si le faltase algo.
Había dejado de sentir el calor del alcohol en su garganta, la pasión de la prosa en sus venas.
Últimamente no tenía tiempo para nada, pero quizás era hora de beber a morro, chupar la sal y morder un limón.
Quizás era tiempo de sentir.

Próxima palabra: Cordones.
Para: Lilith.

sábado, septiembre 10, 2011

Mercancía

Se sentía mercancía. Desembalada y usada.

Pasada de dueño en dueño sin periodo de descanso alguno, sin mantenimiento o revisión.

Mercancía de segunda, de la que todos aceptan pero nadie desea. Mercancía en cadena.

Ya no recordaba lo que era ser tocada con cariño, ni siquiera con deseo; un mar de hombres se extendían hacia ella y ninguno la miraba de verdad.

A ella, a la chica muerta, a la que nadie recordaba. A la mercancía defectuosa.

Y era como si siempre hubiera sido solo eso. Mercancía, mercancía, mercancía.



Al menos ahora pagaban por ella, y eso, después de todo, era mejor. Tenía un precio. No era como esos regalitos de recuerdo que te hacen en las bodas o comuniones y luego tiras a la basura. Ya no podía compararse con el calendario chino que se cuelga donde no hay nada que colgar. Era mercancía de venta al por mayor, pero DE VENTA al fin y al cabo. Si pagaban por ella... algo tendrían por lo que pagar. Tenía valor, cien euros la hora, para ser exactos. Mucho valor.

Dio una última calada al cigarro mientras miraba hacia atrás, observando como aquél capullo se alejaba en su coche; no estaba del todo mal, un trabajo con transporte incluído.
...

Dios... no podía creer que siguiera doliendo. No conseguía entender cómo le podía importar después de tanto tiempo, que nadie la abrazara con amor. Su pecho era duro como la piedra, pero sobre esta se instauraban nuevas capas de dolor. Nervio, piedra, nervio, piedra en una montaña sin fin, con su verdadero yo bajo cientos de tiras de cemento, y la cicatriz regurgitando a la superficie.

Todavía le costaba dormir sin que esa presión la retuviera en la pesadilla en la que vivía, sin que los puñales dejaran de perforar su fina piel.

Se lo había repetido mil veces 'Ahora soy mercancía porque lo decido yo'. Ella había decidido ser menos que las demás, ser utilizada, tocada por manos desconocidas, había decidido ser maltratada y tratada con desprecio. Y no era tonta, no, no debía sentirse mal, porque ganaba cien euros la hora y todo el mundo sabía qué esperar. Ya no se lanzaba con los brazos abiertos, ya no caía al vacío por subir demasiado alto. Ahora, simplemente, vivía en él. Y se había acostumbrado a la oscuridad. No podían abandonarla, porque ya estaba completamente sola.


Entró por el portal y comenzó a subir las escaleras lentamente, pasando la mano por la pared de color blanco; la mayoría de los vecinos se habían quejado de esa elección, decían que era un color que cogía demasiado polvo y suciedad, un color al que 'se le notaban los años', el paso del tiempo. Un color que se mancharía sin remedio alguno. Sí, como todos, pero a este se le iba a notar.

A ella le encantaba. Cada día pasaba las manos por la superficie nívea, dejando las marcas de la calle, de los cigarros y la gravilla de la acera. Y la pared blanca se resentía cada día más. La pared blanca que todo lo dejaba ver, que dejaba ver el cambio de las horas, los meses y las estaciones. Cuánto deseaba ser como la pared blanca y transparentar el peso del dolor, de la tristeza. Cómo deseaba que aquello que la mataba fuera 'real' y palpable, a la vista de todos.

Así, quizás, alguien se preocuparía por ella, como si en vez de sangrarle el corazón tuviera rota una pierna; puede que incluso le mandaran reposo y medicación; y alguien fuera a su casa con un plato de sopa y un cuento de buenas noches. Pero no, todo estaba bien escondido y empapelado bajo su piel.

Mercancía defectuosa. Perfecta en apariencia y por dentro totalmente vacía.

Por eso adoraba a los hombres que hacían mella en su cuerpo. No le importaba nada,  la buscaban siempre. Aguantaba quemaduras, golpes, cortes... Y cada noche, enfrente del espejo, repasaba las heridas de guerra. Las miraba y sonreía ante las más profundas y vistosas, las que a cualquiera le repugnaría ver. Heridas por fin, una marca externa de todo lo que, a lo largo de su vida, se había visto obligada a sobrellevar en silencio. Ahora podía decir '¡Sí! Lo he pasado muy mal, mira las cicatrices....' Y la gente las miraría, pondría cara de pena y se compadecería. Y no se sentiría avergonzada por algo que nadie conseguía ver. 

Gracias, desconocidos, gracias por los golpes, lo de dentro dentro y lo de fuera fuera.

Por fin mercancía reconocida, suspiró al llegar a la puerta. Mercancía, mercancía, mercancía.

Abrió con la tranquilidad y se internó en el pasillo.

-Papá, mamá, ya estoy en casa.



Leah

Tequila

viernes, agosto 19, 2011

Gafas.

Está claro que aquí vamos a hablar de gafas...y de gafar.

Tenemos aquí, cierta señorita y yo, una perniciosa tendencia a escribir sobre las gafas que nos rodean.
¡Sí!, sobre las gafas.
¿Perniciosa?...
Claro está, porque se acaban gafando.

Extraño juego de palabras éste.

Les explico:
A lo largo de vuestras vidas, compañeros miopes, os iréis encontrando con buenas, y malas gafas.

Gafas de tipo 1:
Son aquellas que te revelan el universo.
Y su típico "mamá, mamá, yo 'me' pensaba que el mundo se veía así", a tus tiernos escasos años.
Con ellas descubres millones de cosas...que hacer, que decir, que pensar, que ver.
Pero lamentablemente la miopía aumenta con los años, y aunque las guardas, tienes que comprarte otras nuevas.

Gafas de tipo 2:
Una vez todo destapado, es hora de explorar.
Éstas ya te vienen a una edad algo más avanzada, incluso ya entrada la adolescencia.
Con ellas indagas e investigas, y pruebas y experimentas con un montón de cosas.
Probablemente en algún aparatoso intento de averiguar si puedes subirte a lo más alto de un bloque de 11 pisos las acabes rompiendo, o quizás ellas decidan dejar de ayudarte y tirarse desesperadamente al abismo.
Y a diferencia de las anteriores, a éstas ya no les tienes tanto cariño, a no ser que sean muy, muy guays, pero es probable que no las conserves.

Gafas de tipo 3:
Pasada la pubertad tienes una miopía considerablemente estable.
Llegas a un punto en el que necesitas seguridad a la hora de buscarte tus nuevas lentes, puesto que esperas que estén contigo bastantes años, a pesar de los cambios de fundas.
Buscas un modelo bonito, cómodo, que no se rompa ni al que se le aflojen los tornillos...de esos que no tienes que decir "es que son estas gafas, que no me dejan ver".
Incluso la mayoría de las veces simplemente aparecen ante tus ojos.
Y dices: "me encajan perfectamente, éstas sí son para mí".

Pero siempre en la vida tenemos algunas gafas de tipo 4:
De éstas que tardas meses, ¡incluso años! en encontrar.
Te las compras con ilusión, las mimas, las limpias, las envuelves en su preciosa y aterciopelada toallita, las miras fijamente durante todo el camino a casa, te emocionas y cuando te las pones y menos te das cuenta...:
¡Maldita sea!, ¡te aprietan!.
Te dan dolor de cabeza, te duelen las orejas. ¡Te aprietan la nariz hasta conseguir que no respires!.
Y es ahí cuando te das cuenta: "No debí comprármelas".
Pero no las puedes devolver porque, muy a tu pesar, en el trayecto a casa les cogiste cariño.
Así que, en fin...te toca soportarlas...
Curiosa relación amor-odio con tus propias gafas.
Te miras al espejo: "Leches, si es que me sientan bien", pero con el tiempo te dejan marcas en el tabique nasal.
Éstas generalmente acaban dándote algún disgusto, y decides guardarlas en el cajón más inaccesible de toda tu casa, donde puedas recordarlas con cariño, pero lo suficientemente lejos como para que no repten por tu cuarto, trepen por tu cama y acaben alcanzándote.

Mi consejo es:
Elígelas con cuidado, no es necesario que destaquen estéticamente, ni siquiera que sean bonitas...Tan sólo que puedan ofrecerte lo que necesitas, y acompañarte en la madurez.
Que aunque sean 3D y tu perfecto globo ocular capte 4D quieras seguir con ellas.
Que acaben siendo parte de ti mismo, y que las extrañes cuando uses lentillas nuevas, o andes cegato por la vida.

Y si eres gafe y todas te salen rana...¡opérate de la vista y a la mierda con todo!

Mercancía
R.O.D

Sonido

(Texto escrito a las dos de la mañana mientras veo un programa sobre la sala Bagdad xDD, ahí, literatura entre pollas).


Fue el sonido de su voz lo que la devolvió a aquella eterna pesadilla.
Sabía que no tenía nada de especial, nadie se volvería en la calle solo por oír el timbre de sus palabras; y recordaba que la primera vez que lo escuchó atribulló a su manera de hablar el adjetivo 'normal'. 

'Es tarde para andar sola' le había dicho sin tan siquiera conocerla. Ella estaba de espaldas, y sabía que no había podido verle la cara, esa fue la razón por la que se interesó en lo que él pudiera ofrecerle; nada tenía que ver con el tono o el volúmen, ni con el sabor que con toda certeza tendrían sus labios. Ella solo se dio la vuelta porque, con toda seguridad, él no conocía las facciones de su rostro.
Sí, era tarde para andar sola; había pasado demasiado tiempo , demasiadas horas en vela, pensando en lo que nunca había tenido, en lo que jamás podría llegar a tener. Y de repente apareció él, condensando en una frase todo lo que la había aterrado.

Y por primera vez, aquella noche, no durmió sola, para ser sincera ni siquiera durmió; los sonidos de sus besos la inundaron, el sonido de su respiración en sus oídos, de su aliento en su nuca, y de los pájaros al despertar.

Y su voz... aquella voz anodina, con su frase vulgar y sus andares de chulo se hizo con sus días.
Él llenaba el vacío de su vida de silencios, 'Es tarde para andar sola' le decía cada noche antes de desnudarla, 'tarde para andar'.

 Cada día el sonido de su voz, grave y suave al mismo tiempo, era su nexo con una tierra que no podía retenerla. Debió darse cuenta de que se alejaba, el sonido de su voz.

Cada día más apagado, distante y feroz, así fue entregandole a otra los sonidos que le pertenecieron, hasta que un día volvió a sumirse en la inmensidad, en el mundo sin palabras de amor, en el mundo de las voces ajenas, de los sonidos olvidados.
Pasaron los años, días de oscuridad, sin tonos ni timbres, sin volúmen ni intensidad. Eterna en su mudez, ella no podía consolarse con sus propias palabras, había nacido sin todo lo que él le dio una vez. El sonido de la ausencia la abrasaba.
Y siguieron pasando meses, inmensos intervalos de tiempo sin sonido, silencio, silencio, silencio, sin el sonido de su voz.
Aprendió a dejar de escuchar, nada valía la pena, nada condensaba el sonido de dolor.
Aprendió a cerrar los ojos, a inutilizar los tímpanos, aprendió a enmudecer los latidos de su corazón.

Y aquella fatídica noche, cinco años después... el sonido estalló.

'Es demasiado tarde para andar sola' susurró él a sus espaldas.

Gafas
Leah

jueves, agosto 18, 2011

Azufre.

Existió alguien una vez en mi vida, quizás deba decir que aún está en ella, pero es una situación díficil.
Llegó sin esperarle e inundó de paz mi alrededor, pero, al igual que apareció deprisa se fue sin esperarlo.
Él es así, cruel conmigo. Viene, me ilusiona y luego fríamente hace añicos mi mundo para marcharse con aires de conquistador.
Sabe de todas las grietas de mi alma, besó cada una de mis cicatrices, reconoce el dolor en mi mirada en un abrir y cerrar de ojos.
Lo sabe todo de mí.

Hubo un tiempo en el que lo amé con todas mis fuerzas, quizás aún siga amándolo, quién sabe, pero de lo que estoy segura es de que llego a odiarle tanto como le quise.
Odio su impuntualidad, su egocentrismo, su forma de besarme, su forma de abrazarme, su forma de hacerme el amor.
Me odio a mí misma cuando estoy con él, odio cuando le quiero y cuando me irrita.
Sigue siendo una situación difícil.

¿Saben?, éste no es el mejor texto que he escrito, porque ni siquiera yo sé lo que quiero expresar en él, sólo quiero saber qué hay dentro de esta paradoja llena de antítesis que me hacen poco a poco volverme loca. Sentir amor y odio dentro de una misma frase, mezclar añoranza y rabia en la misma estrofa, acariciar con mis labios la dulzura de su piel y quemármelos cada vez que le escribo algún que otro verso.
Estoy confusa y es que, como él mismo dijo, dejó de ser bonito y se tornó necesario en mi día a día, tan jodidamente necesario que llega a doler y estoy cansada.
Hay una lucha constante en mi interior, llamémosle coherencia versus irracional sentimiento. Algo que mi trastornado cerebro procesa pero que no sabe llevar a palabras.

Podría buscar miles de sinónimos con los que poder explicar qué es él para mí, pero sólo se me ha ocurrido éste:
Existió alguien una vez en mi vida, quizás deba decir que aún está en ella, pero es una situación difícil, pues es como el Azufre, ya que es necesario para dar origen a algunos microorganismos de mí misma, pero a la vez apesta e intoxica mis días.

Próxima en escribir: Lilith
Palabra elegida: Sonido

martes, agosto 16, 2011

Auxilio felino.

Oigo otra vez ese llanto agudo en la lejanía, pidiéndome ayuda, y apenada por su ahogo me dirijo hacia él.
Estoy frente a la entrada, los sollozos salen desde debajo de la puerta, mientras sus suaves uñitas rasgan una esquina de la madera.

Hace una semana, mientras iba de camino a casa, advertí cómo un hombre se acercaba al vertedero con una caja de cartón de la que procedía uno de los más tristes lamentos que había escuchado en años.
Se introdujo en un laberinto de basuras y desechos, entre los plásticos y el vidrio, y allí la dejó.
No podía decirse que inundase aquel lugar el mejor de los olores, pero en cuanto vi salir a ese extraño señor, me acerqué; esa vocecilla me llamaba.
Deshice la maraña de cartón y topé con dos enormes y verdes ojos, rodeados de un aterciopelado blanco y canela.
Era preciosa.
Miré alrededor por si había alguien dispuesto a reclamarla, puesto que mi casera no permite mascotas, pero no vi a nadie, así que decidí envolverla en mi chaqueta y llevármela.

Poco antes de subir al piso, bajo las escalerillas, opté por meter a esa bola de pelo en la mochila, de forma que nadie me pudiese ver entrar con ella.
Las primeras horas en casa ni siquiera se movió.
La dejé durmiendo en una cestita de mimbre que solía usar para colocar la fruta, mientras preparaba la mesa del almuerzo, y salí un segundo a coger unos apuntes que olvidé en la sala.
La conmoción no fue pequeña al entrar de nuevo al comedor: se había comido mi comida, desparramando todos los restos sobre la mesa y el suelo, se había bebido mi agua y ocupado mi puesto, había tirado un par de vasos, dejando con la comida una mezcla de cristales, había deshilachado los cojines de las sillas, arañado el barniz y volado todas las servilletas cayendo empapadas sobre el nuevo color del pavimento.
Se subía en todas partes: en la encimera, en el sofá, en el lavabo, en la cama, en las estanterías, en las ventanas, por las cortinas y hasta por mis piernas...¡si por ella fuese se habría subido hasta a la copa de los árboles!
Era un caos total, y se iría por donde había venido. Así que fui a por una vieja caja de zapatos, dispuesta a meterla y regalársela al primero que pasase...
Y entonces fue cuando la vi, ahí, en la sala, sobre mi taburete de negro cuero, inclinada, jugueteando y tocando las teclas del piano, mirándome con esos ojos como lunas llenas.
No había duda de que se quedaría conmigo.

Pasamos la tarde jugueteando con pedazos de telas viejas que sobraron de haber cosido los almohadones de la sala.
Se hizo a mí enseguida, me seguía a todas partes.
Ya tenía su propio rinconcito, bajo el hueco de la escalera. Le coloqué mantas, un tazón de agua y un plato de jamón cocido.
Se acomodó y cayó rendida, así que aproveché para salir a hacer unas compras rápidas.

Vuelvo y oigo otra vez ese llanto agudo en la lejanía, pidiéndome compañía, y buscando lo mismo me dirijo hacia él.
Estoy frente a la entrada, los sollozos salen desde debajo de la puerta, mientras la llave rasga y abre la cerradura.

Me tumbo en el sofá y me sigue, la cojo y me la pongo en el pecho, ella se acurruca y ronronea agradecida.
Nos miramos mientras vuelve a caer en un plácido sueño.
Bienvenida a casa, Thelma.

Siguiente palabra: Azufre
Nominada: R.O.D

viernes, agosto 05, 2011

Escaleras

Entró en el centro comercial sabiendo lo que quería. Nadie la desviaría de su objetivo, ningún dependiente con malas pulgas la obligaría a comprar unas paredes, el techo o una chimenea. No, se acabó decir siempre que sí.

Entró por aquella inmensa puerta, miró a derecha de izquierda, se ajustó la chaqueta y comenzó a andar: tablones, cristales, espejos…
-¡Buenas tardes!
Mierda, la habían pillado.
-Hola…- se resguardó aun más en su abrigo, casi tapándose la cabeza.
-¿Necesita ayuda?
Nina le miró con detenimiento; era un empleado joven, como la mayoría, tenía ojos azules y una bonita sonrisa; cómo no, era un auténtico gancho para las inocentes mujeres con ideas claras.
-Creo que no- susurró con un hilo de voz.
-Bueno, si me dice lo que busca quizás…
Nina se apartó de él de un salto y le miró de reojo.
-No quiero un maldito espejo.
El chico volvió a enseñar sus relucientes dientes, estúpido, creía que podía hacer que comprase su condenado reflejo, pero los espejos eran agua pasada, sí señor.
-Los tenemos de todos los tamaños y formas- dio un paso decidido hacia ella-, podría venderle un espejo en el que pudiera verse de pies a cabeza, y créame, usted es digna de ver.
Sabandijas capitalistas… pero ella estaba preparada.
-¡No quiero un maldito espejo!
-Está bien, usted es la que manda- asintió con tranquilidad-, dígame, ¿Qué desea?
Nina volvió a observarle, relajándose un poco dentro de su chaqueta; Sí, quizás él pudiera ayudarle, después de todo ese era su trabajo.
-Necesito algo muy importante.
-Soy todo oídos.
Ella volvió a mirar a su alrededor, temiendo que alguien la escuchase. Finalmente se acercó a él y le susurró al oído.
-Quiero una escalera.
Él pareció reflexionar unos instantes.
-¿Qué tipo de escalera?- frunció el ceño.
-De las que sirven para subir, ¡Por supuesto!- exclamó como si fuera la pregunta más estúpida del mundo-, no tengo intención alguna de bajar.
-Claro, claro- se rascó la cabeza-, tiene sentido.
-¿Y bien?
-Acompáñeme.
Nina atravesó la sección de neveras, lavaplatos y hornos para adentrarse en las más rudimentarias materias de construcción; allí encontró cimientos, arena, ladrillos… y escaleras.
-Espere un momento- se quedó paralizada al verlas-, no lo comprendo ¿Qué hacen las escaleras junto a los cimientos?
-Bueno, señorita, son igualmente importantes, ¿No cree?
No contestó, si limitó a acercarse al objeto de su deseo. La primera escalera era pequeña, apenas tres peldaños.
-¿A dónde voy a llegar yo con estas escaleras? No podré alcanzar ni el entrepiso.
-Todo depende de cuales sean sus expectativas.
-Bueno, voy a comprar unas escaleras, lo mínimo que puedo pedir es que me ayuden a subir a la planta alta.
Nina y el dependiente anduvieron hasta el siguiente modelo; ahí estaban, veinte escalones de puro ascenso.
-Interesante modelo, ¿Cree que me permitirá subir?
-Sin duda alguna, señora, míreme a mí, tengo unas exactas en mi casa.
-¿Y aguanta usted en el segundo piso?- quiso saber Nina.
-Y en el tercero, señorita, y en el tercero.
-Está bien, envuélvalas para llevar.
-No se arrepentirá, señorita.

Una vez en caja Nina pagó por su adquisición: Fueron dieciséis películas, veinte días de cama, doscientas cuarenta y cinco lágrimas y alguna que otra moneda.

Nina llevó las escaleras ella sola a lo largo de la calle, no era la única, hoy era día de compras y todos transportaban espejos, flores y estanterías. Por suerte su casa estaba cerca. Metió en la entrada principal sus queridos veinte peldaños, uniendo la planta de abajo con la de arriba, y observó orgullosa su nueva adquisición, sin duda aquellas eran unas buenas escaleras. Las mejores que había visto en toda su vida.

Aquellas escaleras la podrían salvar del oscuro primer piso en el que se había visto obligada a vivir, quizás consiguiera ver grandes paisajes desde la altura, incluso, quién sabe podría instalarse en la planta alta, y no bajar nunca más.

Nina se acercó a las escaleras, sí, definitivamente, eran perfectas.

Ahora solo tenía que aprender a subirlas.

Miró hacia el primer peldaño. Aprender a subirlas…

Mañana iría a devolverlas.

Siguiente palabra: Copa
Nominada: Leah